Blanco y radiante va el cocinero | Las Provincias

2022-06-18 22:03:30 By : Ms. Tongyinhai Manufacturer

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La pulcritud es un ingrediente fundamental en la cocina. Karlos Arguiñano, siempre con el trapo a mano listo para limpiar, nos lo ha inculcado a través de la televisión. El afán del guipuzcoano por el orden y la higiene es un entrañable resabio de su carrera en los fogones profesionales, donde imperan estrictas normas respecto al aseo tanto de utensilios como de personas. Arguiñano es uno de los pocos chefs que a día de hoy siguen luciendo gorro alto de cocina y blanquísimo conjunto de chaquetilla y delantal, un uniforme corporativo que todos identificamos como «traje de cocinero» a pesar de que durante las últimas décadas haya ido perdiendo lustre.

Mientras el prestigio público de quienes guisan ha ido subiendo, sus vestiduras se han reducido a la mínima expresión. Se mantiene la chaquetilla de doble botonadura, sí, e incluso en las modernas galas de la guía Michelin se ha impuesto la costumbre de vestir a los que reciben una estrella con una prenda personalizada. Se luce también en congresos, presentaciones y demás saraos culinarios, quizás porque la chaqueta -como si de una toga de abogado se tratase- presta empaque y categoría, atributos que durante muchos siglos no se atribuyeron a los cocineros. Sin embargo el mandilón blanco y el gorro de cocinero se han perdido por el camino. No los busquen en las fotos de los grandes chefs españoles, no los verán. No sé si por razones de estética, comodidad o por complejos proletarios, lo cierto es que ningún cocinero o cocinera de primera línea luce ya el uniforme clásico de su profesión: queda para la tamborrada donostiarra, los disfraces infantiles o para el recuerdo de grandes maestros como Luis Irizar.

Más allá de su evidente practicidad, ideada para proteger a los trabajadores en el desempeño de las tareas culinarias, la indumentaria profesional del cocinero forma parte de una poderosa dimensión social simbólica. Aun sin gorro alto, delantal o cuchillo en ristre (¡incluso sin ser de color blanco!), para ser reconocible como tal el atavío cocineril debe coincidir a través de su corte, material o forma con algunos atributos del uniforme típico, un conjunto de ropas y accesorios estandarizado en el siglo XIX y fruto de una larga evolución histórica.

Fue entre 1880 y 1910, año arriba o abajo, cuando se definió el aspecto que debía ofrecer un trabajador de la alta cocina. En esa misma época convergen muchas condiciones: por un lado se abaratan los tejidos, la confección y los jabones, por otro se popularizan la fotografía y las representaciones iconográficas (grabados, litografías, postales.), que dan pie al establecimiento de una imagen ideal del cocinero. No es casualidad que esos mismos años coincidan con los del éxito de Auguste Escoffier (1846-1935), padre de la gastronomía francesa moderna y creador de la brigada de cocina como método de reparto del trabajo. Además de racionalizar la distribución de tareas, defendió siempre el mérito artístico de la profesión y promovió la creación de equipos altamente capacitados, compuestos por trabajadores de experiencia y conducta intachables.

Obviamente su aspecto no podía ser menos. Escoffier asociaba la pulcritud con la moralidad, de modo que hasta el último de sus asalariados debía vestir de forma impecable a pesar de que su presencia fuera invisible para los clientes. Para él, el gorro recto y alto y el traje de color blanco inmaculado eran símbolos no sólo de limpieza y orden, sino de rectitud moral, cuya misión era inspirar confianza en el establecimiento y en la conducta de sus empleados.

Por mucho que monsieur Escoffier se agarrara a sus supuestos valores éticos, el uniforme de cocinero se concibió principalmente como herramienta práctica. La prenda principal, la chaquetilla, sirve para proteger el busto, una de las partes del cuerpo más vulnerables y a la vez la que más expuesta está durante el trabajo a los peligros de las llamas o los cuchillos.

El patrón de doble abotonadura, con dos piezas de paño superpuestas sobre el pecho, también tiene su razón de ser: es un escudo más grueso y además, si la tela se manchaba, se podía disimular superponiendo el lado limpio al sucio en caso de necesidad. A finales del XIX las chaquetas de cocina se confeccionaban con coutil o cutí de algodón, un tejido muy apretado y resistente que se usaba también para cubrir colchones, tapizar muebles o elaborar mantelerías. Los delantales eran de la misma tela o de lona gruesa, y ofrecían la ventaja de resistir los lavados a altas temperaturas los tratamientos con lejía sin desgastarse demasiado.

La vida útil del uniforme era un asunto de gran importancia ya que era el trabajador quien se hacía cargo de su coste y limpieza. Cuchillos, gorro y chaqueta componían el ajuar básico de los cocineros, de ahí que la disponibilidad de jabones o blanqueantes fuera clave en la estandarización del traje culinario.

El color blanco reflejaba la honestidad, la integridad y la limpieza del obrero en su trabajo. El objetivo no era disimular las manchas con una tela de color oscuro, sino demostrar la capacidad del cocinero de llevar a cabo su actividad vistiendo prendas que hacían visible cualquier atisbo de suciedad. El blanco era un reto, una aspiración. Y no se preocupen, que del gorro hablaremos la próxima semana.